lunes, mayo 10, 2004

El hombre del metro

Fue hace unos años. El metro de Madrid no ha cambiado mucho en los últimos 3 o 4 años. Bueno, sí, ahora hay televisores gigantes en muchas paradas con la muda programación del canal específicio del metro. También existen otras mejoras técnicas como la de la estupenda conexión con Barajas, que permite gestionar todo lo relativo al equipaje desde una estación en el centro de Madrid. Y también existe un nuevo circuito al sur que abarca a ciertos pueblos. Pero yo me estoy refiriendo a la gente. Gente que ahora viaja con los efectos psicológicos del 11-M, pero que a buen seguro irán olvidando conforme pase el tiempo.

El metro no es un lugar que se pueda llamar precisamente 'seguro'. Aunque la actividad normal suele ser la de carteristas que logran robarte la cartera sin que te des cuenta, algunas veces se dan casos más graves. Por lo general, como en la superficie, existen unas zonas y horarios que son extremadamente peligrosas a pesar del empeño que los guardias de seguridad ponen en ello (ahora también policías). Yo mismo he escuchado gritos desesperados de rabia al ser robados al subirse o bajarse del vagón (maniobra típica de los ladrones para quedarse siempre impunes aunque te des cuenta del robo).

El caso es que viajaba yo en uno de esos vagones de metro, donde nadie conoce a nadie. Me encontraba situado de pie en una esquina del vagón cuando, de repente, se plantó alrededor mío un grupo de individuos de apariencia poco deseable. Para rematarlo, sacaron una guitarra y empezaron a cantar las típicas canciones anti-maderos. Bueno, no es que estuviese asustado, pero reconozco que maldita la gracia que me hacía tenerlos al lado. Empecé a pensar que menudos pintas, que mejor tener la mano bien cerca de la cartera, por si las moscas, en fin: estar alerta.

En plena exhibición musical aparece un hombre en el vagón. Era un hombre de aspecto pírrico: pequeño, extremadamente delgado (aquí en Murcia diríamos que 'chupao') y tenía un aspecto muy enfermizo. Llevaba un cartelito en el que decía que tenía un hijo enfermo y que, por favor, que le dieran algo para ayuda. La mayoría de gente que viaja en metro ya está bastante 'inmunizada' contra este tipo de cosas, pero no puedo negar que, al ser de provincias, sentía cierta gana de darle algo. Deseaba coger la cartera, sacar algunas monedas y darle alguna ayuda. Sin embargo, no fui capaz. Me daba miedo. Me parecía un acto suicida sacar la cartera delante del grupeto en el que estaba. Nadie más le dio nada. El hombre pedía, pero la ciudad, insensible para estas cosas, no le escuchaba. El tren paraba. Llegabamos a la estación. Sentía rabia. Y en ese momento: ¡sorpresa! El grupito alternativo empieza a gritar: ¡señor, tome! Se acercan a él y son los únicos de todo el vagón que le dan ayuda. Sentí vergüenza de mí mismo. Me salían los colores por dentro.

En fin, vivimos en una sociedad donde clasificamos a la gente por su aspecto. Donde todo son prejuicios relativos a tu ropa, tu peinado, tu música, tus gustos, etc... Mucha gente pensaría posiblemente que este hombre era un tramposo más de los que abundan en Madrid, que haberlos haylos. Yo pensé que estos indivíduos era mejor tenerlos cuanto más lejos mejor. Sin embargo, fueron los únicos que demostraron caridad humana a prueba de prejuicios en aquel vagón.

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